”Cuando el espíritu está bajo, cuando el día aparece oscuro, cuando el trabajo se pone monótono, cuando la esperanza apenas está presente, sólo monte una bicicleta y salga a dar una vuelta por la carretera, todas sus preocupaciones desaparecerán”. S. Colmes
Hombres y mujeres nos decimos libre cuando ejercemos esa maldita y nueva capacidad de decir lo que queremos, de quejarnos cuando queremos y de decirle a otro sin tapujos lo que pensamos sin que importe mucho lo que el afectado nos pueda responder, porque también es libre de decir lo que quiera. Hoy así se mide la libertad.
Pero no sólo de verborrea vivimos, no basta con que salgamos a levantar estandartes en las grandes avenidas y vociferemos candidatos o solidaricemos con alguna causa justa; no hay proyecto de ley ni sufragio truncado que de tanto sosiego al cuerpo y al alma como un buen paseo en bicicleta. El poder catártico de las dos ruedas no tiene comparación porque, más que ser una política verde, es un boleto para un viaje que de seguro te llevará a conocer tus propios rincones.
Es cierto, la bicicleta, o más bien el ciclismo, es un deporte; pero más allá de la práctica profesional, del equipamiento o el ensayo en el pedal; no es sólo el cuerpo el que goza con cada giro completo que da el pie, sino que el alma, el corazón y la mente también se dan un sacudón cuando el viento se encuentra face to face con nuestra humanidad.
Describir las sensaciones que significan un paseo en dos ruedas no es tan fácil como parecer. Es la única instancia en que los terrestres nos podemos decir con alas; el viento nos pega en la cara mientras sorteamos los obstáculos de la calle. La respiración se aquieta, pero el corazón sigue latiendo en una sintonía distinta; no es que esté agitado, es que la emoción no le alcanza y se hincha, ahora comienza a bombear más rápido, a saborear la adrenalina. Los pies se despegan de la tierra. El caucho se eleva.
El camino es pedregoso y la vibración que producen las irregularidades del suelo se comen nuestras piernas. La velocidad a estas alturas no se refuta. Las ondas producidas por el sendero amenaza con tirarnos al suelo, pero el apego a la vida es más grande, sabemos que vienen cosas mejores y no vacilamos en mantener en hold on. Más adelante hay una cuesta insinuándose. El horizonte truncado delata el comienzo de un nuevo sabor mucho más dulce que el anterior.
Las piernas juntas, la espalda erguida y la mirada hacia el frente; soltamos el volante. Volamos.
El viento juguetón nos intenta frenar, se lanza con todo lo que tiene para detenernos como si intentara salvarnos de lo que para él pareciera ser un acto suicida. Pero el viento no sabe de emociones. Aunque su cante pareciera ser arrullador, a veces también nos ruge de espanto. Rápido. Cada vez más rápido.
El paisaje gris ya no importa tanto, a medida que avanzamos todo se ve más verde y menos ruidos parecen haber. La ciudad se congeló sólo para nosotros. Los viajes en el tiempo existen.
No importa cómo ni cuando. Los pedales son infinitos.